Lucrecia  y Mariano 

De todos es sabido que en esta Asociación se adora a Mariano Benlliure. Por su genialidad, su capacidad de reproducir en piedra la vida, su mirada teatral hacia la vida y hacia la muerte y su legado escultórico en el ámbito funerario (por supuesto fuera de él, también). Benlliure es uno de esos personajes infinitos de los que podríamos hablar ad eternum pero hoy, hoy venimos a hablar del hombre.

Esta expresión que parece la de un mal anuncio de colonia de los 80, nos lleva hasta el Mariano del día a día, hasta ese joven al que a veces imagino manipulando yeso, ya con bigote (pareciera que lo tuviera desde siempre) y mirada profunda. Tengo la sensación de haber visto a Benlliure trabajando en muchas ocasiones, un poco extravagante, un poco introvertido a veces, siempre sabedor de la trascendencia de sus manos. Lo veo primero en su casa de Valencia donde, no sé la razón, pero también me inventé a Sorolla, sentado en su jardín con Clotilde. Mariano mirándome de reojo, buscando la luz del atardecer mediterráneo escuchando el agua de la fuente de su jardín

Mariano enamorado de Leopoldina….  Leopoldina Tuero O’Donell con la que se casó en en 1886. La Tuero era una mujer templada, con una belleza templada, con una personalidad templada. O eso creo yo…. No la pude ver el día de su boda pero sí en el retrato que después le haría su cuñado Juan Antonio. Vestida de blanco, mirando al infinito, ensimismada en el amor del genio con el que tuvo dos hijos. Amó y fue amada durante 9 años. Hay otro retrato de ella, ya más madura, vestida de riguroso negro y pintada por José Villegas y Cordero y ahí sí, ahí sí veo a una mujer segura. Una mujer madura, con la herida de la separación ya completamente cerrada. Una mirada desafiante y firme. Un retrato de Leopoldina de pie, mirando a la historia de tú a tú.

Nueve años les duró el amor a Mariano y a Leopoldina. Y apareció Lucrecia. Nombre de poder. Una tiplé cantante de zarzuela que pisó fuerte en el escenario y en la vida. Debutaba con 19 años un año después de que Benlliure se casara con Tuero. Nunca llegó a divorciarse de ella porque evidentemente no podía, pero Mariano volvió a reencontrarse con el amor en la figura de Lucrecia. Sus imágenes juntos lo dicen todo. La complicidad, el cuidado, el continuo cortejo del escultor por la cantante. Dos artistas unidos en el mar de la creatividad. Me enamoro cuando los veo juntos. Me derrito cuando el sentimiento traspasa las fotografías y los años y recuerdo verlos en Madrid, en el estudio de Benlliure. Él cincel en mano, ella tarareando alguna melodía inteligible. Benlliure para de trabajar, mira fijamente a esa mujer que mueve el suelo con solo pisarlo, mira a la diva para descubrir la fragilidad que, escondida, camufla la gran dama. La mira obnubilado, a sabiendas de que ese instante se congela en su recuerdo y desaparece. El tiempo vuela imparable. Y Lucrecia se fija de repente en Mariano

-¿Qué te pasa, tonto?

– Nada, nada. Me anoto en la cabeza no olvidar este momento nunca.

Ella ríe. Él también. Y continúan viviendo su genialidad en el pentagrama de la vida. Y tienen un hijo al que Benlliure no puede reconocer por seguir casado con Leopoldina pero que lleva el apellido porque un hermano lo adoptó. O eso dicen.

Vuelvo a ellos, a su caminar juntos. Cuando Lucrecia falleció fue enterrada en el cementerio de San Justo, en el patio de San Gertrudis en una sepultura discreta. Mariano le hizo un busto maravilloso, cómo no, que la acompañó hasta que en guerra civil el destrozo campó a sus anchas en los cementerios. No busquen únicos culpables, fueron ambos bandos los que odiaron el arte con la fuerza de la ira.

Yo los vi, ya les digo, en Madrid. Cuando la corriente de conexión entre ambos era palpable y las miradas se coordinaban de manera natural. Yo vi la vida pasar en un segundo aquel día. La envidia de ser genio y compartir genialidades con otro genio. La envidia de la verdad. 

Ainara Ariztoy