De Madrid al Cielo: Anita Delgado, la Princesa de Kapurthala
Anita Delgado nació en Málaga. Su padre regentaba un bar llamado el “Café de la Castaña” cuyo nombre no trajo muy buenos augurios porque tuvo que cerrar. Empezaron tiempos difíciles. Se trasladaron a Madrid, y allí Anita y su hermana empezaron a asistir a clases de baile gracias a una vecina. Esta les animó, ya que eran bastante guapas y buenas bailarinas, a ayudar a sus padres “manteniendo la honra” y trabajando en el teatro. Las hermanas se animaron, con el beneplácito de sus padres que las acompañaban en todas las funciones. Las contrataron en el Kursaal como pareja de bailes andaluces con el nombre artístico de “Las Camelias”, ganando 30 reales diarios. Anita tenía 15 años, y todo el salseo del mundo de la farándula se le hacía demasiado extravagante: su carácter de “sosita y sin mundo” (sic) no pegaba en ese lugar, pero era su tabla de salvación económica.
Una noche, al poco tiempo de estar trabajando, se presentó en su camerino el intérprete del Hotel París. Le contó que un príncipe extranjero que la había visto actuar le ofrecía 5.000 pesetas (de 1906) por ciertas amabilidades. Anita se indignó: le envió varios insultos a través del intérprete al príncipe desconocido, y después de la función lloró como no lo había hecho nunca.
Al día siguiente recibió un enorme ramo de camelias y una carta del príncipe excusándose por lo ocurrido y despidiéndose con amables frases pues al día siguiente volvía a París. Anita no le dio más importancia, un admirador más que se había sobrepasado y después disculpado.
Pasaron unos días y volvió a su camerino el intérprete del hotel. Esta vez traía una carta del secretario del Príncipe en la que el monarca le invitaba a pasar unos días en París con él, y por ello le daría 100.000 pesetas. Durante unos segundos se lo pensó: por la venta del café de sus padres les habían dado 14.000 reales que ya se habían gastado, esto les solucionaba la vida durante mucho tiempo. Pero la idea de ponerse en venta le repugnaba, y rechazó la invitación con este recado: “Le dice usted a ese príncipe que o casamiento o nada y eso si me gusta que, sino, tampoco” (sic).
Fue la broma durante varios días entre las compañeras del teatro hasta que todos olvidaron el tema. Un día, estando en su casa, se presentó allí un hombre que sólo hablaba francés. Gracias a un amigo pintor que estaba en su casa y le tradujo, se enteró de que aquel hombre que apenas cabía por la puerta de la casa era el capitán de la escolta del príncipe de Kapurthala; traía una carta en la que el príncipe le ofrecía desplazarse a París con toda su familia y arreglar el casamiento porque se había dado cuenta de que era el amor de su vida y no podía vivir sin ella. Si aceptaba, el hombre que le había traído la carta pasaba automáticamente a estar a su servicio y encargarse de todo hasta su llegada a París.
No aceptó de inmediato; de hecho, hasta que una noche en un palco del Kursaal no le animaron a hacerlo Valle Inclán, Baroja, Pastora Imperio y La Fornarina no se animó a irse a París, aunque seguía teniendo miedo.
En el camino Anita no dejaba de pensar en qué le diría al príncipe y le aterrorizaba la idea de tener que fingir cariño hacia un hombre que no le gustara. Al llegar a París, le esperaba uno de los secretarios del príncipe junto a varios esclavos y automóviles. Anita y su familia, junto al amigo que le había traducido la primera carta, fueron trasladados a una elegante casa. Pero el príncipe no aparecía por ningún lado.
Por fin, alguien le entregó una carta: en ella el príncipe le explicaba que viviría allí con todas las comodidades y alhajas, pero que no se verían hasta que Anita no aprendiese francés, pues no quería expresarle su amor a través de un interprete.
Pero la carta no acababa ahí, sino que incluía unas instrucciones de cómo debía ser su día a día:
“Levantarme a las siete , baño, toilette y desayuno; de ocho a diez, montar a caballo y pasear por el bosque; de diez a once, piano; de doce a una, francés e inglés; de tres a cuatro, billar; de cuatro a cinco, siesta; de cinco a ocho pasear en coche o automóvil, y de diez a doce, teatro”
Todos los días recibía una carta del príncipe, pero seguía sin verle. Aunque presentía cómo era, porque en su sutileza, en el dormitorio de ella, había un cuadro del príncipe de buen tamaño en el que podía ver cómo sería su amado. Y le gustó, así que se apresuró a aprender francés y en seis meses ya dominaba el idioma.
Una mañana, mientras paseaba con su caballo por el bosque, un apuesto jinete se acercó a su lado. Era él. Y Anita se enamoró nada más verle.
Subida en un enorme elefante, rodeada de sus leales, aromada con mirra y recibida con vítores, unos meses más tarde, con 16 años, Anita se casaba, sin su familia, con el Rajah de Kapurthala.
Su vida allí fue la de una princesa, lo que era. Su nombre ya no es Anita, sino “Maharaní”, que significa “Amor de Príncipe”, nombre que el destino eligió al abrir un libro el día de su boda. Pero aún así, las costumbres españolas se hacen presentes en palacio y se come puchero andaluz y paella.
La pareja tiene un hijo, y viven una vida de lo que son, reyes: viajan constantemente rodeados de lujos y sin privarse de nada.
Pero Anita echa de menos España, mucho. El detonante de su anhelo es la muerte de su hermana, quien también ha tenido una vida llena de lujos al casarse con un norteamericano rico, pero que fallece bien joven. Su fallecimiento mientras ella está tan lejos de casa le hace replantearse la vida; ella añora su tierra, a sus padres y no se perdonaría que estos fallecieran sin estar ella cerca.
De mutuo acuerdo pues en la India no existían las leyes de divorcio, el Príncipe y su amada Anita se separan, aunque ella sigue ostentando el título de princesa hasta su muerte. Su hijo, como príncipe heredero, se queda con su padre en la India. Es despedida con honores y con pena, pues su vida allí había sido mágica, vuelve a España.
Vive entre Madrid y Paris, hasta que su padre fallece en 1932 y se traslada a Málaga con ella, ya que quiere morir en su tierra. Allí alquilan una villa cercana al mar, Villa Teresa, y Anita se dedica a hacer vida normal leyendo, yendo al mercado y paseando por la playa, lejos de los lujos que tenía en la India. En 1935 fallece su madre, y el recuerdo de estar en Málaga se le hace insoportable. Se va a vivir a París a principios de 1936 y en Francia se queda durante la guerra. Gracias a su cordial relación con el Príncipe, vive el resto de su vida cómodamente entre Paris y Madrid, donde fallece.
Sobre su tumba, de mármol blanco, podemos ver una espada sij y la corona de la casa de Kapurthala que nos recuerdan que en esta discreta sepultura, descansa toda una princesa. Está enterrada en el Cementerio Sacramental de San Justo.