Los amores de Larra
Tú dices: Muero de amor
Larra dice: Hold my beer.
Carmen de Burgos, nuestra querida Colombine, en su afán de saber más de la figura de Larra, fue hasta la casa de los herederos del escritor con la esperanza de encontrar alguna historia familiar nueva sobre el ilustre escritor. Cuando llegó, no sólo fue recibida con gran cariño, sino que pusieron a su disposición una caja en la que se encontraban varios objetos del autor, entre ellos la camisa que llevaba el día del suicidio. Pero lo más importante que había en esa caja eran las cartas. Cartas escritas por el Larra más íntimo y personal a sus amigos y allegados, no el que el mundo estaba acostumbrado a conocer a través de sus artículos. Y entre ellas, la última carta que escribió a su última amada. Porque Larra, enamoradizo, era.
El primer desencuentro amoroso de Mariano sucede mientras estudia medicina en Valladolid, carrera que no le interesa nada pero que estudia (aunque no acaba) por influencia de su padre, que sí lo es.
Se enamora de una chica algo mayor que él, “muy guapa y muy coqueta”, al que él creía en su misma línea de inocencia y pureza; un día descubre que el inocente es sólo él, pues su amada resulta ser la amante de su padre.
Desconsolado se echa a llorar; no sólo ha perdido a su amada, sino que el candor y la pureza le han dado una dolorosa bofetada que le hace perder toda confianza.
No puede seguir viviendo con su padre cerca, así que decide trasladar su matrícula a Valencia; allí aguanta poco tiempo y se traslada a Madrid.
En Madrid su vida es diferente; frecuenta tertulias, vive de sus escritos y se va creando amigos y enemigos a través de sus publicaciones; pero Larra es un hombre que vive para el amor en el fondo, y en sus idas y venidas de “calavera” tiene tiempo para dedicarle su amor a Pepita Wetoret, más conocida como Pepita Martínez, con quien se casó, pese a la oposición de su propia familia, en la iglesia de San Sebastian de Madrid el 13 de Agosto de 1823.

Larra tenía tan sólo 20 años, y buscó en Pepita lo que no iba a encontrar: su enamoramiento no le dejó ver al principio que estaban a años luz de distancia en cuanto a lo intelectual; Pepita era frágil como la niña que era, ni siquiera sus hijos la llamaban mamá, y tenía inquietudes diferentes a las suyas. Abiertos los ojos, a partir de entonces sólo la amó como una amiga o hermana. En esta época escribió El casarse pronto y mal, título sutil donde los haya.
Mariano no cambió su vida una vez casado; seguía frecuentando actos y tertulias mientras Pepita se quedaba en casa con los críos apartada cada vez más de una sociedad en la que su marido brillaba.
En una de estas tertulias conoció a Dolores Armijo, una mujer casada pero que conocía su poder de atracción hacia los hombres y jugaba con él; a su larga lista de admiradores se unió Larra, escalando posiciones rápidamente por ser quien era, lo que le proporcionó a Dolores un +10 en vanidad, que hay pretendientes y pretendientes.
A ver, Larra medía 1,61 m, tampoco se estaba llevando al Henry Cavill de la literatura.
Pepita se da cuenta de todo el salseo que se trae su marido y quiere separarse de él; pero Larra es según él un hombre de familia que ama a su esposa y a sus hijos y no quiere dejarla marchar, pese a que en los diálogos de sus obras hay claras referencias a lo suyo con Dolores; él es feliz con esta situación, tiene su casa y familia por un lado y ese refugio que empieza a descubrir todo el mundo que es su amor por Dolores (a la que obviamente comienza a poner en un aprieto porque recordemos que ella también está casada pero es algo más discreta. Ay, Dolores, quien con niños se acuesta…)

Para su mujer la situación es insostenible; para Larra, su locura de amor, también, hasta el punto de llegar a encerrarla en una habitación y llevarse la llave. Esto colmó el vaso y fue rescatada por su madre, que se la llevó consigo a su casa, junto a los niños. Pepita estaba embarazada de Baldomera, a quien Larra no conoció hasta dos años después.
Al sentirse abandonado, le dio por reflexionar y pedirle a Pepita que volviera con él. Después de rondarle como un enamorado principiante bastante tiempo y que Pepita pasase de él olímpicamente, dio por finalizado su amor y a partir de ese momento se refirió a ella en sus escritos como “mi difunta”.

Así centró todas sus pasiones Mariano en Dolores, y Dolores acabó sucumbiendo y también las centró en él. En esta época sus anhelos los puso en boca de Macías, y los de Dolores, en Elvira.
Pero ser tan indiscretos acarrea sus consecuencias.
Pero mejor que os cuente él mismo qué pasó:
“Quise a una que me quería sin duda por vanidad, porque a poco de quererla me sucedió un fracaso que me puso en ridículo, y me dijo que no podía arrostrar el ridículo; luego quise frenéticamente a una casada: ésa sí, creí que me quería sólo por mí; pero hubo hablillas, que promovió precisamente aquella fea que ves allí, que como no puede tener amores, se complace en desbaratar los ajenos; hubieron de llegar a oídos del marido, que empezó a darla mala vida: entonces mi apasionada me dijo que empezaba el peligro y que debía concluirse el amor; su tranquilidad era lo primero. Es decir, que amaba más a su comodidad que a mi.
Esa es la sociedad.”
Es decir, el marido de Dolores se entera de todo y decide llevársela a vivir a Badajoz a casa de unos tíos de él, que después la internarían en un convento, y al salir, se fue a vivir con otro de sus tíos.
Esto enfadó mucho a Mariano, que enloquecido de amor, deja a sus hijos con sus padres en Navalcarnero y se va hasta Campo de San Juan, donde alquila una casa desde la que puede ver la habitación de Dolores. Ese es el nivel de enganche que llevaba.
Y escribe poemas que dejan bien clara su desazón:
Hoy fue que de ilusiones
un tiempo yo juguete,
pensé que ya tocaba
mil anhelados bienes.
Mas tú corriste luego,
y aquella ingrata aleve,
cruda, en tan largas penas
trocó dichas tan breves.
Sufría mucho:
¿Qué a mí, que aplaudan todos
como ella me desprecie?
¿ Qué valen para un pecho,
que eternò amor somete,
qué valen, conseguidos,
los lauros florecientes?
Al que le abrasa el fuego
que el ciego dios enciende,
los lauros envidiados
son galardón estéril,
si su gentil belleza
el mísero no tiene
a quien ornar con ellos
la majestuosa frente.
Yo, más que no el ruido
de palmas mil batientes,
preciara el de sus besos,
emblemas de deleite.
Y como Macías, acaba poniendo tierra de por medio en su desesperación, se marcha al extranjero sin la compañía de su amada.

Dos años está de Erasmus y vuelve con más fuerza moral sólo, pues está enfermo y sigue enamorado de Dolores Armijo. En esta época, Dolores ya se ha ido a Ávila a vivir con su tío después de la salida del convento, y lo primero que hace al llegar a Madrid es intentar comunicarse con ella. Viaja a Ávila con la excusa de conocer el arte de la ciudad, pero es un lugar pequeño y todos conocen la historia de amor entre ambos, por lo que se convierte en el centro de los rumores; desesperado, le pide una entrevista al tío de Dolores para poder hablarle de sus sentimientos por ella; este accede, se reúnen, pero no consigue nada mas que el inicio de una bonita relación epistolar con este señor, que desde luego no era su objetivo.
Pero Dolores vuelve a Madrid y descentra por completo de nuevo a Mariano, a quien la cercanía de su amada enloquece, tanto con sus palabras a través de los escritos como con el corazón en su comportamiento. Es feliz con esa inyección que le supone tener más cerca por fin a la persona que ama, aunque esta vez tiene que moverse con cuidado, pese a su ansia y desesperación por el encuentro.

Es 13 de Febrero de 1837, lunes. Es un día gris y frío en Madrid. Larra aún está acostado cuando su criado le trae una carta. Es de Dolores. ¡De Dolores! Puedo imaginarme el brinco que dio en la cama y sus manos temblorosas abriéndola.
Le contesta inmediatamente: “He recibido tu carta. Gracias: gracias por todo. Me parece que si piensan ustedes venir, tu amiga y tú, esta noche, hablaríamos y acaso sería posible convenirnos. En este momento no sé qué hacer. Estoy aburrido y no puedo resistir a la calumnia y a la infamia. Tuyo.”
Mariano es feliz como una perdiz en este momento. Pide a los criados que arreglen la casa, coloquen flores y enciendan los braseros; sale a la calle y se contagia del espíritu festivo que hay en las calles de Madrid, es el segundo día de Carnaval; si estuviéramos en un musical, cantaría agarrado a las farolas su felicidad.
Está tan contento que se va a ver a su difunta, que se sorprende de verlo tan feliz. Le propone salir esa noche con ella y la niña, Baldomera, a la que había conocido pocos días antes, pero rechaza su invitación diciéndole que había quedado con unos amigos esa noche.
Larra vuelve a su casa a esperar a Dolores, que llega puntual junto a su amiga. Por fin está allí. Por fin se ven. Ambos pasan a una sala, donde se quedan con la puerta abierta. Él se deshace en elogios y vuelca todos sus sentimientos; ella le responde con frialdad.
-¿Por qué has venido?
Le hace la pregunta temida. Ella quiere rehacer su vida con su esposo y le exige que le devuelva todas las cartas que se han enviado. Su voz suena dura, casi cruel. Mariano sabe que no puede negarse a su petición, pero aún suplica. Mucho. Cuando de la súplica pasa a la violencia, la amiga entra en la habitación.
Él cede y le entrega las cartas rozando su mano por última vez. Busca una pequeña esperanza:
– ¿Adiós?
– Adiós.
– ¿Adiós para siempre?
– Sí.
Ella sale de la habitación junto a su amiga. El dolor del corazón desgarrado, roto y pisoteado que siente Larra en ese momento le nubla la razón. Ya nada importa, a la mierda todo. Abre el cajón en el que guarda las pistolas, coge una, se la coloca en la sien y dispara.
Dolores aún no ha salido de la casa y oye el disparo. Sabe que ha sido un disparo. Apresura al criado a que vuelva a la biblioteca con la voz temblorosa, los demás no se han dado cuenta aún de lo sucedido.
Sobre la mesa tan solo quedan unas cuartillas y la última carta que le devolvió Dolores.
Fue enterrado en el Cementerio General del Norte, pues al ser suicida se le negaba la sepultura en un cementerio Sacramental. Cuando desmantelaron este, el arzobispo de Madrid intercedió en su entierro en campo santo diciendo que “los locos eran enterrados en campo consagrado, y no había nada más loco que un suicida” abriendo así las puertas a Larra del Cementerio Sacramental de San Justo, donde descansa ahora.
Nota curiosa: el prólogo del libro está escrito por Ramón Gómez de la Serna, con quien Carmen de Burgos tuvo una relación (que acabó mal) y está enterrado junto a Larra, en la misma sepultura. Pero de Carmen y Ramón os hablaremos en otra ocasión.
